Por Merce Roura
Se habla mucho de la necesidad de poner límites, de decir no de una vez por todas… De ser capaces de llevar las riendas de nuestra vida sin dejar que los demás decidan por nosotros constantemente. Sin embargo, se habla muy poco de lo que pasa cuando finalmente te decides a poner esos límites.
Nos pasamos la vida intentando ser una versión de nosotros que los demás puedan aceptar, e incluso, comprar a ratos para no estar solos o no sentirnos rechazados.
A veces, nos convertimos en personas extremadamente permisivas de tanto comprender a los demás y nos dejamos de lado a nosotros. En muchas relaciones estamos más pendientes de lo que siente la otra persona y de lo que necesita que de nuestro dolor y nuestra angustia. Pensamos que si lo damos absolutamente todo los demás no tendrán más remedio que querernos, que valorarnos, que tenernos a su lado porque somos realmente una «ganga». No vemos nuestro valor más allá de lo que damos y podemos ofrecer a otros.
Lo que pasa es que las personas no valoran aquello que tienen sin tener que dar algo a cambio. Y no hablo de sacrificios ni de sobre esfuerzos por mantener a alguien a tu lado, me refiero a relaciones sanas en las que hay reciprocidad. En las que ambas personas dan y reciben. Esas relaciones en las que escuchas y eres escuchado. En las que haces y hacen por ti. Tal vez la otra persona no haga lo mismo que tú en un ámbito concreto, pero en otro sabes que siempre da la talla cuando tú no llegas. Sabes qué están y tú también estás. No se trata de sacar un contador para calibrar constantemente lo quedas tú y lo que doy yo, ni lo que siente uno o siente el otro. Se nota cuando hay cariño, cuando hay respeto, cuando hay ganas de compartir, cuando hay interés… Cuando hay siempre se nota. Porque el amor se nota en todas sus formas. Sea en una pareja, en una amistad, en una relación de compañeros.
No solamente acostumbramos a los demás a esa versión que hemos construido de nosotros para ser aceptados sino que nosotros también nos acostumbramos a ella. Vivimos cómodos en esa versión de chica que lo da todo para que no la rechacen, de hombre que se desvive por su pareja para que ella no le abandone… Del amigo que siempre invita y organiza cada encuentro porque tiene demasiado miedo a descubrir que si él no lo hace a los demás no les importa y nunca envían el mensaje para quedar.
Y esa versión nos duele inmensamente porque, aunque sea de forma no consciente ya sabe que está en desventaja y se pisa a sí misma, pero no sabemos movernos fuera de ella porque nos falta el aire y el miedo nos comprime. Porque es como si social y humanamente hubiéramos asumido ese rol y todo el mundo esperara que lo hiciéramos, aunque sea de forma inconsciente. Es un ejercicio de desvalorización constante que nos desgarra por dentro pero que mantenemos porque nos da la falsa seguridad de tener a otras personas cerca aunque solo sea por el interés. A veces, sentirse usado nos parece un sucedáneo soportable de sentirse valorado, cuando la alternativa es la soledad o eso pensamos. Porque creemos que si salimos de ese espacio, nadie nos va a querer, ni a aceptar, ni a respetar. Nos convertimos en útiles para otros porque pensamos que si no podemos hacer nada por ellos nunca van a querer estar a nuestro lado.
Y dejar ese lugar arrastrado pero definido de utilidad ajena da mucho miedo. Da tanto que muchas veces no lo hacemos aunque seguir ahí nos esté destrozando la vida.
Siempre, siempre hay un momento en el que tenemos que hacerlo porque la vida hace todo lo posible para que no nos quede más remedio. Entonces decimos no, decimos basta, decimos hasta aquí. Resentidos y enfadados con ellos y con nosotros por habernos forzado y haberlo permitido… Por primera vez expresamos tal vez en voz alta lo que deseamos y lo que no, lo que nos gusta y lo que no, lo que ya no necesitamos… Y todas esas personas que han estado con nosotros en nuestra vida hasta ahora se quedan perplejos. Primero, porque no tenían ni idea de él todo el dolor que acumulábamos mientras decíamos que sí cuando deseábamos decir que no porque estábamos hartos. Bueno, tal vez algunos sí que lo sabían, vamos a ser honestos, y se aprovechaban de nuestra incapacidad de negarnos. Segundo, porque les mostramos una persona que decide por sí misma, que se valora, que se respeta, que decide amarse, a la que no están acostumbrados a ver.
Entonces llega la segunda parte. Con lo difícil que es poner límites, cuando lo haces crees que ha llegado al final del camino y, en realidad, es cuando empieza todo.
Empiezan los malos entendidos, las malas caras, los intentos reiterados de chantaje emocional para que vuelvas al redil y seas otra vez la persona que eras porque este nuevo tú ya no es tan dócil y no le sale a cuenta. Habrá quien lo aceptará aunque le extrañe y te felicitará porque te quiere y valora que te valores. Habrá quien no lo comprenda y se marchará de tu vida. Habrá quien se quedará y no parará hasta que vuelvas a ser la persona que eras antes. Esta es la parte más complicada porque esas personas que te chantajean emocionalmente van a jugar con tu autoestima todavía tierna e incipiente y van a hacerte creer que esto es solo un espejismo. Un locura… Van a intentar pillarte en el momento más vulnerable, ese momento en el que estás cansado y el día no ha ido como te gustaría pesar del trabajo interno que haces para amarte y van a venderte las mil facilidades que te supondría volver a lo de antes. Volver a usar la estrategia de chica para todo, de mujer abnegada, de chico que se desvive por los demás, de amigo que siempre envía los mensajes y organiza las fiestas, de novia que siempre escucha y jamás es escuchada… De esa persona que todo lo da a cambio de algo que nunca llega.
Te van a decir que tú eres eso, que sin eso no eres nada… Y vas a sentir un miedo inmenso y una culpa gigante por haberte quitado el disfraz que te pusiste cuando eras niño para que el mundo te aceptara. Vas a sentirte desnudo y vulnerable. Vas a notar mucho frío y mucho miedo… Te va a costar seguir poniendo límites y diciendo que no, porque una parte de ti siente que le debe al mundo seguir esforzándose para que le perdone por tener una existencia tan insignificante… Por no ser suficiente… Por no estar a la altura.
Esas personas se agarrarán a esa culpa que sientes para poder seguir hurgando en la herida hasta que cedas y vuelvas a ser el que eras. Hasta que te desmorones y acabes dándolo todo a cambio de nada. Te llamarán egoísta, te exigirán que hagas cosas que ellos nunca han hecho por ti porque parece que estaba escrito en algún lugar que tú eres el que las hacía. Te reprocharán situaciones inverosímiles y te harán luz de gas hasta que caigas. Tú decides qué vida quieres y si deseas regresar a lo de antes, solo tú. La batalla más dura no es con ellos, es contigo. Con esa culpa y ese miedo enormes que van a estarte susurrando al oído que vuelvas atrás. La batalla más dura está dentro de ti y no es una batalla. No caigas en creer que tienes que pelearte contigo.
Justamente tienes que hacer todo lo contrario, quererte más. Comprender ese miedo y escucharte. Ser amable contigo… En realidad, te tocará hacer algo que ya sabes hacer muy bien… Lo que hacías con ellos siempre, pero esta vez para ti. Usar toda esa experiencia dando a otros para darte a ti lo que necesitas… Y esos días en los que todo salga mal y tengas la sensación de que es porque dijiste basta es cuando más tienes que recordar que te mereces lo mejor… Y no tengas dudas cuando te sientes acorralado y solo, a veces para que todo esté bien y ocupe su lugar tenemos que hacer que todo caiga para volver a recomponerlo. Tenemos que cuestionárnoslo todo para descubrir qué permanece en nuestra vida porque realmente merece estar ahí. Si alguien se va confundido, pero te valora de verdad, volverá porque te quiere a ti y no para usarte sino para compartir…
Nos asusta mucho quedarnos solos si decimos que no, pero sí por decir que no a lo que nos daña nos quedamos solos es que ya lo estábamos inmensamente y no nos había más dado cuenta.
Fuente: https://mercerou.wordpress.com/2024/02/05/que-pasa-cuando-dices-basta/