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Simplicidad Radical: ¿Nuevo superpoder profesional?
Doug Ivester

Simplicidad Radical: ¿Nuevo superpoder profesional?

por  Virginia Cabrera Nocito 

A veces, las conversaciones más reveladoras ocurren en la máquina de café.

– “No sé, a mí me da que este chico es demasiado bueno para ser verdad…”

– “O demasiado bueno con ChatGPT”.

Silencio mientras seguimos revolviendo el café. Es que toca elegir al becario que se queda.

El trabajo está bien hecho. Muy bien hecho. Pero justamente ese es hoy el problema: Cada día cuesta más distinguir si lo que tienes delante es talento o prompt bien afinado (lo cual también es talento, pero esa es otra cuestión).

El caso es que “pedirle algo aún más difícil” es lo primero que se nos ocurre. Como cuando sigues subiendo la temperatura para ver si el oro es de verdad.

Y eso es justamente lo que me da qué pensar.

¿Por qué tendemos a subir la dificultad para valorar mejor la habilidad? 

Sospechamos de lo sencillo. Desconfiamos de lo que se resuelve sin esfuerzo visible. Seguimos valorando la fricción como prueba de conocimiento. Como si añadiendo capas o escenarios extremos, fuéramos a separar con nitidez la competencia humana del apoyo artificial.

Subir el listón. Complicar la evaluación. Suena lógico…

Pero quizá estemos usando el termómetro equivocado.

En un entorno donde cualquiera puede hacer desde una redacción para el cole hasta una tesis doctoral con cuatro instrucciones bien formuladas, parece que la única manera de preservar el mérito fuera aumentar la complejidad. Como eses profes malos que creen que son buenos porque te pillan en un renuncio.

Me doy cuenta de que, en los últimos meses, me he visto en ese dilema varias veces aunque fuera con distintos matices. Optando siempre por la misma idea intuitiva: Si la IA lo resuelve fácil, la solución para elegir lo mejor es ponérselo más difícil.

Algo no me termina de cuadrar.

Exigir complejidad para detectar talento puede parecer sensato. O no tanto. Porque, para mí la paradoja es ésta: cuanto más sofisticado es el entorno, más valor tiene la simplicidad bien pensada. Simple y llanamente, porque exige algo mucho más difícil de fingir: criterio.

Así que vamos a empezar asumiendo que cada vez que diseñamos una evaluación estamos tomando decisiones que nunca son neutras. ¿Elegimos complejidad para premiar el pensamiento crítico? ¿O para blindarnos frente a un cambio que todavía no sabemos manejar? Entender nuestras elecciones implícitas se vuelve clave si queremos seguir evaluando con sentido en este nuevo paisaje.

Tal vez el debate no sea simplicidad o sofisticación, sino el de preguntarnos qué es lo que realmente necesitamos evaluar.

Lo intuitivo es aumentar la complejidad

Sobre el papel, me sigo quedando con la primera idea de que el camino obvio es apostar por enfoques más sofisticados para abordar la complejidad: Más datos, más herramientas, más algoritmos, más metodologías…  Y en seguida caigo en la cuenta: ¿No estamos pagando bien caro ese afán por afinar la precisión?

A los ingenieros nos han enseñado (y además nos encanta) a poner todos los casos encima de la mesa. Y desde esa óptica, la tentación de simplificar nos parece el verdadero enemigo. Pero, incluso sin llegar a la famosa “parálisis por análisis”, me preocupa que estemos pasando por alto un par de riesgos fundamentales.

Riesgo uno: La maraña. No sé dónde he leído que las ideas “geniales” que se nos ocurren cuando nadie más parece ver la luz suelen sufrir el “síndrome del cepillo de dientes”: ningún profesional quiere usar el de otro. Así que, para evitarlo, cada uno trata de defender la suya complejizándola, de modo que lo que podría ser un enfoque más preciso para capturar los matices, termina siendo una maraña de fragmentos que no se comunican entre sí.

Riesgo dos: El “p’a ti la perra chica”. A medida que aumentamos la complejidad con modelos que tienen decenas de factores a considerar, nos vamos cansando. Tanto que ya ni siquiera tenemos ni tiempo ni motivación ni para «contradefender» nuestra idea ni para pulir el lío que se está formando. Buscando lo óptimo a menudo terminamos comprando la menos efectiva de las soluciones.

Me he visto en éstas una y mil veces. Por eso empieza a costarme creer que aumentar la complejidad de la solución sea la mejor respuesta un problema complejo.

Tal vez valga la pena considerar la perspectiva de la simplicidad

Nos gusta pensar que, como profesionales que somos, elegimos siempre la mejor opción técnica (sea cual sea nuestro campo de especialización) y yo creo honestamente que casi todos lo intentamos. Sin embargo, toca reconocer que, cuando el camino se hace cuesta arriba o se vuelve raro-raro, la mayoría de las veces lo que hacemos son faenas de aliño para salir del paso como podemos.

En aras de una simplificación eficiente, a mí cada vez me resulta más atractiva la estrategia de enfocarme en la utilidad. Porque a base de leer y estudiar sobre el comportamiento humano he aprendido que la gente reacciona mejor en los escenarios más simples. Esos donde las cosas son sencillas, fáciles, sin complicaciones. Tanto que «no hacer lo que se debe” es lo que cuesta esfuerzo.

La simplicidad puede ser lo más sofisticado que existe

Sobre todo si la adoptamos como estrategia y la pensamos en términos de diseño. Porque simplificar requiere elecciones juiciosas sobre qué elementos excluir. Te obliga a centrarte en lo básico, en la razón de ser de las cosas, en aquello en de lo que ni harto de vino puedes prescindir.

Encontrarlo no es fácil porque las personas somos complejas y enigmáticas. Nunca sabes por dónde va a salir el otro, y muchas más veces de lo que eres capaz de imaginar, lo hace por peteneras. Y por si lo de lidiar con seres que son de cada uno de su padre y de su madre, impredecibles y a menudo caóticos fuera poco, el contexto nos condiciona más de lo que podemos reconocer. Necesitas visión global, escucha empática, espíritu crítico, voz propia, creatividad, osadía, “haztitud”… y toda esa lista de habilidades que ahora llaman soft skills.

Sin ellas es imposible focalizarse en el punto sobre el que gira la verdadera utilidad. Un principio central del diseño moderno es que los objetos se crean para permitir ciertos usos (los llamados affordances) que es eso que es realmente imprescindible para que lo que haces o diseñas cumpla su función. El punto es que para ofrecer más o mejores de estos affordances no siempre necesitamos complicar las cosas.

De hecho, aunque no lo veamos, lo que solemos necesitar es simplificarlas. Pero no, nos da por liarlas. Leidy Klotz ha escrito un libro entero sobre cómo estamos sesgados hacia sumar cosas en lugar de restarlas. El boli BIC o el iphone son maravillosos e icónicos ejemplos de esto.

Lo simple puede ser lo más sofisticado, pero sí y solo sí si incorporamos una habilidad que, me temo, tenemos todos un tanto oxidada.

Aprender a podar

Personalmente, hace tiempo que pienso que una habilidad central es aprender a juzgar qué excluir. Estamos hartos de resúmenes ejecutivos de veinte páginas, de presentaciones de hora y media, de anexos infumables que nada aportan y solo son resumen de todo lo que no cabía en las diapositivas.

Si pienso en la alta probabilidad de que la IA generativa cambie nuestros roles, me inclino a votar por quedarme con la parte de evaluación como valor humano. Que ya se encargará ella de la producción, nos guste o no.

Puede que esta idea incomode a quienes preferirían avanzar hacia la sistematización y la definición completa y prolija del escenario, pero me temo que esa expectativa sería poco realista. Pronto estamos aprendiendo que más información no siempre lleva a mejor decisión.

Me subo al carro de la búsqueda de la “sabiduría práctica”. Me gusta eso de pensar que hoy, el juicio experto pasa por ser capaz de simplificar el lío a base de reconocer patrones no tan evidentes. Que, por supuesto, la precisión y el análisis deben hacerse, pero que cada vez más deberíamos acompañarlos con una visión simplificadora que saque a pasear ese sentido común que se apalanca en la verdadera utilidad de las cosas.

En medio de un bosque en llamas, no buscas un mapa detallado, sino una salida directa y clara.
Pues eso.

Cada vez estoy más convencida de que menos empieza a ser más.

Fuente: https://balcon40.com/2025/05/16/simplicidad-radical-nuevo-superpoder-profesional/

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