Por Ricardo Bolaños
“No heredamos la tierra de nuestros antepasados, la tomamos prestada de nuestros hijos.” Proverbio indígena.
En la empresa familiar, el verdadero legado no son los bienes materiales, sino la forma en que se transmite la visión, los valores y la capacidad de gobernarse más allá del fundador. Ahí comienza el dilema.
Durante más de cuatro décadas, Textiles Solís fue el orgullo de Santa Margarita, un pueblo industrial del norte del país. Fundada por Don Ernesto Solís, un hombre de principios férreos y mirada visionaria, la empresa creció desde un pequeño taller de costura hasta convertirse en un proveedor nacional de telas ecológicas y uniformes escolares.
Ahora, a los 73 años y con la salud deteriorada, Don Ernesto sabía que era momento de dar un paso al costado. La pregunta que lo desvelaba no era “cuándo”, sino “a quién” dejar la dirección general de su amado negocio. Tenía tres hijos, todos involucrados, pero cada uno con una visión distinta de lo que la empresa debía ser.
Rodrigo, el mayor, había trabajado 20 años en la empresa. Conocía cada rincón de la planta, pero su estilo autoritario y poco colaborativo lo hacía difícil de tratar.
Claudia, la segunda, era una financiera brillante con estudios en el extranjero. Quería convertir la empresa en una sociedad corporativa moderna, con gobierno institucional y consejo independiente.
Esteban, el menor, era carismático, creativo y emprendedor. Había desarrollado una línea de ropa urbana con gran éxito en redes sociales, aunque su compromiso con la empresa tradicional era más reciente y volátil.
Don Ernesto sabía que la decisión no solo definiría el futuro del negocio, sino también la estabilidad familiar.
Desarrollo del Conflicto
El verdadero conflicto no era técnico: la empresa era rentable, con buenos procesos y una marca consolidada. El conflicto era emocional, cultural y estratégico.
Rodrigo afirmaba que, por trayectoria y lealtad, él debía liderar. “Papá, yo me partí el lomo aquí desde que salí de la prepa. Nadie conoce esta empresa como yo. No necesitamos reinventar nada, solo seguir haciendo lo que funciona.”
Claudia, más diplomática, argumentaba que el mundo estaba cambiando. “Papá, el futuro no se puede gobernar con estructuras del pasado. Si queremos que Textiles Solís sobreviva otras cuatro décadas, necesitamos procesos, un consejo asesor, y políticas claras que no dependan del estado de ánimo del director.”
Esteban, por su parte, no se sentía en competencia. “Yo no quiero la dirección general, al menos no ahora. Pero si no adaptamos nuestros productos a los nuevos consumidores, vamos a desaparecer. La marca puede crecer, pero necesitamos innovación.”
Las reuniones familiares comenzaron a tensarse. Don Ernesto proponía una y otra vez que se llegara a un consenso, pero no definía reglas claras ni convocaba a expertos externos. Todo seguía siendo intuitivo y personal. Los empleados comenzaron a notarlo. Algunos jefes de área se alineaban con Rodrigo, otros veían en Claudia una esperanza de modernización. El ambiente se volvió incierto.
Claudia propuso una alternativa: contratar a un director general externo y formar un consejo familiar. “Si ninguno de nosotros es el candidato ideal, ¿por qué no institucionalizamos de verdad?”, dijo. Rodrigo se ofendió. “¿Y después qué? ¿También vamos a votar si seguimos usando el logo familiar o no?”
La situación llegó al límite cuando una auditoría interna –solicitada por Claudia– reveló una serie de prácticas financieras riesgosas, como compras sin autorización y préstamos informales entre la empresa y algunos empleados de confianza de Rodrigo. No había fraude, pero sí un manejo informal peligroso para una empresa de ese tamaño.
Esa misma semana, el principal cliente de la empresa canceló su contrato. Esteban, con su agilidad digital, propuso usar sus contactos para abrir una línea de ropa de uniforme escolar directo al consumidor, usando ventas por e-commerce y redes sociales. Claudia insistió en que eso debía evaluarse con una estrategia y presupuesto. Rodrigo exigía que se recuperara el cliente “de toda la vida”.
El punto de quiebre llegó en una junta familiar extraordinaria donde Don Ernesto, visiblemente agotado, declaró: “No puedo seguir siendo el árbitro. Ustedes deben decidir si quieren seguir como hermanos o como adversarios.”
Tras una semana de silencio, Claudia propuso contratar a un consultor externo para diseñar un plan de sucesión institucional. Esteban apoyó la moción. Rodrigo dudó, pero aceptó con la condición de que su experiencia fuera tomada en cuenta.
Se contrató a un experto en gobierno corporativo. En seis meses se implementó un protocolo familiar, se definieron roles y se creó un comité de sucesión con participación externa. Claudia quedó a cargo de la dirección financiera; Rodrigo asumió operaciones; Esteban lideró una unidad de innovación. Un director general externo fue nombrado con el respaldo de los tres, y Don Ernesto pasó a presidir un consejo consultivo familiar.
Tres años después, Textiles Solís duplicó su facturación. La unidad digital dirigida por Esteban fue clave durante la pandemia. Rodrigo profesionalizó los procesos de planta. Claudia impulsó un código de ética y logró atraer inversión institucional.
El legado de Don Ernesto no fue solo la empresa, sino la capacidad de haber convertido a sus hijos en líderes capaces de dialogar, aunque sus visiones fueran distintas.
Porque el mayor riesgo de una sucesión mal gestionada no es la pérdida del control, sino la pérdida de la familia.
Todos los personajes, empresa y acontecimientos son ficticios, basados en experiencias similares en otras industrias y con otras personas.
Fuente: https://www.linkedin.com/pulse/el-legado-de-los-tres-hermanos-ricardo-bola%C3%B1os-9s96e/