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No es la profesionalización lo que te asusta, es sentir que pierdes el control.

No es la profesionalización lo que te asusta, es sentir que pierdes el control.

Por Juan Carlos Valda – jcvalda@grandespymes.com.ar

Hay frases que escucho cada vez más en las empresas que dicen querer ordenarse:
“No queremos métodos porque nos quitan agilidad.”
“Necesitamos estructura, pero sin burocracia.”
“Queremos profesionalizarnos, pero sin perder la esencia.”

Y detrás de esas frases, aunque parezcan razonables, se esconde algo mucho más profundo: el miedo a perder control. No el control operativo, sino el simbólico. El que da identidad, pertenencia y autoridad.

Porque profesionalizar una empresa no solo cambia la forma en que se trabaja. Cambia el lugar que cada uno ocupa dentro del sistema. Y eso, especialmente en una PYME o en una empresa familiar, toca fibras muy sensibles.

Cuando la estructura amenaza la identidad

He visto muchas veces el mismo escenario. El fundador, agotado, dice que necesita profesionalizar la empresa para poder descansar un poco, tomar distancia, tener tiempo para pensar. Pero cuando se empieza a avanzar en ese camino, algo se mueve adentro. Aparece la incomodidad. Las reuniones ya no dependen tanto de él. Las decisiones se empiezan a discutir en equipo. Los procesos reemplazan la improvisación.

Y entonces, sin darse cuenta, empieza a frenar el cambio. No porque el plan esté mal, sino porque siente que se está quedando afuera de su propia creación.

En realidad, no está perdiendo poder. Está cambiando la forma en que ese poder se ejerce. Pero el cambio duele.
Durante años, todo pasó por sus manos: las decisiones, los números, los clientes, las personas. Ceder eso a una estructura puede sentirse como soltar el timón del barco en medio del mar.

Esa sensación es natural. No hay plan de profesionalización que funcione si no se reconoce primero esa emoción. Porque la resistencia no es al método: es a lo que el método representa.

No rechazan los procesos. Rechazan la rigidez antes de tiempo.

Cuando una empresa dice “no queremos procesos porque nos quitan flexibilidad”, lo que en realidad está diciendo es algo más honesto:
“No queremos que alguien de afuera nos diga cómo hacer cosas que todavía no tenemos claras.”
“Nos da miedo que la estructura nos congele en un modelo que aún no encontramos.”
“Queremos orden, pero sin sentirnos atados.”

Y tienen razón. Si el modelo de negocio todavía está en construcción, si el mercado cambia todo el tiempo, si todavía no hay certezas sólidas, poner una estructura pesada puede ser contraproducente.
Pero el error está en pensar que profesionalizar es sinónimo de rigidez.

Una empresa puede ser profesional sin perder su agilidad. Puede tener orden sin dejar de ser creativa. Puede tener reglas sin matar la iniciativa.
La clave está en cómo se aborda el proceso: si como una imposición o como un aprendizaje.

El error de querer “implantar” profesionalización

Cuando un consultor o un nuevo gerente llega diciendo “vamos a implementar procesos y sistemas”, despierta alarmas.
Suena a pérdida de libertad. A burocracia. A que alguien viene a decir cómo deben hacerse las cosas sin conocer la historia que hay detrás.

Por eso, los intentos de profesionalización suelen fallar cuando se presentan como una receta cerrada.
La profesionalización no se implanta: se descubre.
Y se construye a medida que la empresa va aprendiendo cómo quiere funcionar.

El enfoque más inteligente no es el de “vamos a ordenar todo”, sino el de “vamos a aprender cómo queremos trabajar”.
Esa diferencia cambia por completo la receptividad. El primer camino genera resistencia; el segundo genera compromiso.

Profesionalizar es cuidar la inteligencia colectiva

Muchas veces se asocia la profesionalización con manuales, organigramas, políticas y reuniones interminables. Pero su verdadero sentido es mucho más humano. Profesionalizar no es llenar planillas, sino convertir la experiencia individual en conocimiento compartido.

Cuando todo depende de la memoria o la presencia del dueño, la empresa no crece: se agota.
Pero cuando el saber se organiza, los equipos pueden tomar decisiones, aprender de sus errores y mejorar sin depender de una sola cabeza.

El orden no mata la esencia. La protege.
Es lo que permite que una empresa mantenga su identidad incluso cuando el fundador ya no está en cada detalle.

El control simbólico: lo que realmente cuesta soltar

El control no es solo una cuestión operativa. Es simbólica. Es la seguridad de que “todo pasa por mis manos”. Es saber que, si algo sale mal, yo puedo arreglarlo. Es sentir que sin mí, la empresa se detendría.

Por eso, cuando se habla de delegar, de sistematizar o de dar autonomía, muchos fundadores se sienten amenazados. No porque desconfíen del equipo, sino porque temen dejar de ser imprescindibles.
Y ser prescindible, para quien construyó algo desde cero, es casi como desaparecer.

Pero la verdad es que el control total es una ilusión. Nadie controla todo.
Lo que sí se puede hacer es crear las condiciones para que las cosas funcionen, aunque uno no esté.
Eso es el verdadero control: el que nace de la confianza en un sistema que trabaja de forma coherente.

Del “yo” al “nosotros”

El paso más difícil en la profesionalización no está en los números ni en los procesos. Está en el cambio de mentalidad: pasar de un modelo basado en el “yo” a uno basado en el “nosotros”.

Mientras todo depende de una persona, la empresa tiene límites muy claros.
Cuando se distribuye la responsabilidad, aparecen nuevas capacidades.
Pero para que eso ocurra, el fundador debe entender que no se trata de “dejar de mandar”, sino de liderar de otra manera.

El líder que controla todo crea obediencia.
El líder que enseña a pensar crea autonomía.
Y la autonomía, bien entendida, no le quita poder al empresario. Le devuelve tiempo, serenidad y visión.

Prototipar la gestión: una vía inteligente

Una forma práctica de profesionalizar sin generar rechazo es prototipar.
En lugar de implementar un modelo completo, se prueba en pequeño. Se ensaya. Se aprende. Se ajusta.

Por ejemplo:
Antes de formalizar un sistema de evaluación, se pueden hacer encuentros de feedback simples.
Antes de institucionalizar un comité de dirección, se pueden realizar reuniones mensuales con agenda abierta.
Antes de llenar la empresa de indicadores, se pueden usar tableros visuales que muestren lo importante sin tecnicismos.

El prototipo permite aprender sin miedo.
Le da al equipo la sensación de que tiene voz, de que participa en el diseño del sistema. Y eso convierte a la profesionalización en un proceso de co-creación, no de imposición.

Las conversaciones que abren camino

No hay método que funcione si antes no se conversa sobre lo que realmente se teme.
Por eso, antes de hablar de procesos, hay que preguntar:
¿Qué parte del negocio sienten que todavía no quieren soltar?
¿Qué temen perder si cambian la forma de trabajar?
¿Qué los haría sentir que siguen siendo los mismos, aunque evolucionen?

Estas preguntas abren puertas. Permiten que las personas sientan que el cambio no viene a reemplazarlas, sino a cuidarlas.
Una empresa que se siente escuchada aprende más rápido.
Una empresa que aprende, se profesionaliza sola.

Cuando el fundador se convierte en mentor

El momento más transformador llega cuando el fundador deja de ver la profesionalización como una amenaza y empieza a verla como una oportunidad de legado.

El empresario que pasa de decidir todo a guiar a otros está construyendo algo mucho más grande que una organización: está formando una cultura.
Ya no necesita estar en todas las reuniones ni revisar cada factura.
Su rol cambia: deja de ser “el que hace” para convertirse en “el que enseña a hacer”.

Ese paso no lo aleja de la empresa. Lo eleva.
Porque la verdadera huella de un fundador no está en lo que controla, sino en lo que deja preparado para seguir creciendo sin él.

El cambio no es técnico, es emocional

No hay nada más humano que el deseo de conservar el control sobre lo que uno creó.
Por eso, pretender que la profesionalización se resuma a sistemas, manuales y reuniones es no entender el fondo del asunto.
Profesionalizar es un cambio de cultura, de lenguaje y de vínculos.

Cada proceso nuevo es una conversación sobre confianza.
Cada manual es una manera de compartir lo que antes estaba solo en la cabeza de alguien.
Cada rol definido es una oportunidad para crecer como equipo.

Por eso, más que un cambio de estructura, profesionalizar es un acto de madurez emocional.
Y como todo crecimiento, requiere acompañamiento, paciencia y tiempo.

El verdadero cambio: de controlar a construir confianza

En el fondo, el problema nunca fue la profesionalización.
El problema es el miedo a perder el control simbólico: ese que da seguridad, identidad y sentido.

Pero el control que realmente importa no se logra supervisando cada movimiento.
Se logra construyendo confianza.
Confianza en los procesos, en las personas y en la capacidad del equipo de sostener la visión del fundador.

Cuando una empresa llega a ese punto, ya no necesita elegir entre orden o libertad.
Tiene ambos.
Porque el orden le da estructura, y la libertad le da alma.

Conclusión

Las empresas no se profesionalizan cuando llenan planillas, sino cuando aprenden a pensar juntas.
Cuando el fundador entiende que profesionalizar no es perder poder, sino compartirlo con inteligencia.
Cuando el equipo descubre que el método no viene a imponer, sino a facilitar.
Y cuando todos comprenden que el control más sólido no es el que se ejerce, sino el que se confía.

Profesionalizar no es dejar de ser uno mismo.
Es evolucionar sin perder la esencia.
Es permitir que la empresa crezca sin depender del pulso de una sola persona.
Y sobre todo, es entender que el futuro no se controla: se construye.

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