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Por qué comencé a escribir

por Juan Carlos Valda – jcvalda@grandespymes.com.ar

Hay una etapa en la vida donde las prioridades se acomodan solas y no porque uno haga una gran planificación filosófica, sino porque el tiempo —ese maestro silencioso— va ordenando lo que de verdad importa. Durante décadas pensé que mi aporte estaba en lo que podía resolver, en la precisión técnica, en el acompañamiento cercano, en estar ahí cuando un empresario necesitaba ordenar su empresa o reencontrar un poco de claridad. Ese trabajo me marcó, me dio un propósito, me conectó con realidades muy distintas y me permitió acumular una experiencia que, en algún momento, sentí casi como un patrimonio personal. No por ego, sino por costumbre: uno va guardando lo aprendido como quien guarda herramientas en un estante esperando que sirvan para la próxima intervención.

Pero con el tiempo descubrí que esa lógica tiene un límite. Lo que en un momento me diferenciaba —la observación fina de las necesidades de las PYMES reales, la manera de traducir lo complejo en algo aplicable— dejó de tener sentido si sólo vivía en mi cabeza o en el diálogo con unos pocos. Llegó un punto en el que entendí que, si mi propósito de vida siempre fue ayudar al empresario, no podía aceptar que ese conocimiento se diluyera el día que yo ya no esté sentado frente a ellos y ese fue el clic, esa fue la razón por la que comencé a escribir.

No me voy a llevar nada: la conciencia que cambia la perspectiva

Hay una frase que escuché de un empresario mayor que acompañé durante años: “Cuando me vaya, todo lo que sé se va a ir conmigo. Eso me da más miedo que irme.” La escuché sin entenderla del todo en su momento, pero la vida se encarga de explicar lo que uno no supo interpretar a tiempo. Y cuando uno llega a esa etapa donde el espejo muestra más camino recorrido que camino por recorrer, esa idea se vuelve evidente. No nos llevamos nada, ni los logros, ni los proyectos, ni las horas de oficina, ni las batallas ganadas, ni los errores que nos enseñaron. Lo único que queda es lo que dejamos en otros.

Esa conciencia no me trajo melancolía; me trajo claridad ya que me hizo ver que escribir no era un capricho ni un homenaje al ego ni un proyecto tardío, sino la forma más honesta de transformar todo lo aprendido en algo útil para quienes vienen detrás. Siempre pensé que mi tarea como consultor era orientar en ese instante en el que un empresario deja de sobrevivir para empezar a dirigir. Ahora siento que mi tarea como escritor es acompañar ese mismo instante, pero a mayor escala.

Honrar a quienes me enseñaron

Nadie llega a esta profesión por generación espontánea. En mi caso, hubo empresarios que me abrieron la puerta de su empresa y, con una confianza que aún hoy me impresiona, me dejaron entrar en su historia. Hubo colegas que compartieron generosamente lo que sabían sin esperar nada a cambio y hubo docentes, mentores y personas que jamás imaginaron la marca que estaban dejando en mí. Escribir es mi manera de honrarlos. No necesito mencionarlos uno por uno, porque la mejor manera de agradecerles no es nombrarlos sino multiplicar aquello que aprendí de ellos. Si ellos compartieron su saber para que yo creciera, lo menos que puedo hacer es replicar ese gesto.

Cada artículo, cada capítulo, cada charla o conferencia nace de esa convicción. No escribo por obligación; escribo porque debo continuar la cadena ya que lo que recibí no me pertenece, me atraviesa. Y escribir es la manera de que siga su camino.

Transformar experiencia en legado

Durante años escuché la palabra “legado” asociada a empresas familiares y procesos de sucesión, pero nunca la había pensado para mí. Recién ahora entiendo que el legado no es sólo aquello que una familia deja a la siguiente generación, sino aquello que cualquier persona decide entregar a la comunidad de la que forma parte. Yo he dedicado mi vida a comprender la lógica profunda de las PYMES y los empresarios que las sostienen. Y si algo aprendí es que la soledad del empresario es real, no un concepto teórico: es una vivencia cotidiana.

Si puedo hacer que un empresario lea algo y piense “esto me pasa a mí… y ahora entiendo por qué”, entonces sé que escribir vale la pena ya que la experiencia sólo se convierte en legado cuando reduce la carga de alguien más.

Multiplicar lo aprendido: de uno a muchos

La consultoría tiene una belleza particular: la transformación se ve en primera fila. Uno observa decisiones difíciles, conversaciones familiares intensas, avances que parecían imposibles, momentos de claridad que cambian el rumbo, pero también tiene una limitación: todo ocurre de a uno. Un empresario, una empresa, un proceso a la vez. La escritura, en cambio, rompe ese límite al permitir que una reflexión llegue a cien, a mil, a diez mil personas a las que nunca veré en persona, pero que quizá encuentren ahí un disparador, un alivio o un camino.

Esa posibilidad me hizo comprender que escribir no era una opción complementaria, sino parte esencial de mi misión ya que si mi propósito es ayudar, entonces la escala importa. La palabra escrita expande lo que uno sabe, lo despersonaliza, lo vuelve accesible y lo hace circular. Cuando alguien me dice que un artículo le permitió tomar una decisión postergada, o que un capítulo lo hizo mirar su empresa de otra manera, confirmo que la idea de escribir no fue un cambio de actividad, sino una evolución natural del mismo propósito.

Escribir para ordenar lo que uno siente

Hay algo que pocas veces se dice: escribir también me ordena a mí. A veces, entre reuniones, diagnósticos y procesos, uno va acumulando imágenes, intuiciones y conclusiones que se depositan en algún rincón de la mente sin orden aparente. Cuando las escribo, la idea encuentra su forma y termina de revelarse. Escribir me obliga a pensar más despacio, a cuestionar mis certezas, a encontrar mejores argumentos y a poner en palabras aquello que durante años fue casi instintivo. Ese ejercicio no sólo aporta a otros; también me transforma a mí.

Escribir es volver a mirar lo que he vivido con la lupa del tiempo y la perspectiva del aprendizaje y, cada vez que pongo algo por escrito, descubro que sé menos de lo que creía y más de lo que imaginaba. Esa tensión me mantiene vivo.

Dejar una puerta abierta para quienes vienen detrás

Pienso mucho en los empresarios jóvenes que están comenzando, en los que heredarán empresas familiares, en los que hoy están luchando con los problemas que yo he visto repetirse durante décadas. Si puedo compartir con ellos, herramientas, conceptos, advertencias y reflexiones que les eviten dolores innecesarios, entonces siento que el trabajo de todos estos años no fue sólo un ejercicio profesional, sino un aporte real para que la siguiente generación empiece desde un poco más arriba.

No quiero que lo que aprendí se pierda, ni tampoco que mis observaciones queden atrapadas en mi memoria como fotografías guardadas en un cajón por ello, escribir es abrir esa caja y ofrecer su contenido al que lo necesite.

La verdadera razón: ayudar a más personas de las que puedo acompañar en persona

El origen de todo es simple: quiero ayudar más, que la experiencia acumulada sirva para algo más grande que mi propia trayectoria y quiero, fundamentalmente que el empresario PYME —ese que carga más sueños que recursos, que sostiene familias, que construye comunidad— tenga acceso a una mirada que lo acompañe, incluso cuando yo no esté a su lado.

Esa es la razón profunda por la que comencé a escribir, no es nostalgia, ni búsqueda de reconocimiento, ni intento siquiera dejar una marca personal, pero lo siento un acto de coherencia. Si toda mi vida profesional estuvo orientada a ayudar, entonces escribir es simplemente continuar ese camino con un alcance mayor y con la humildad de quien sabe que el conocimiento sólo tiene valor cuando se comparte.

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