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Anuor Aguilar
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Por Juan Carlos Valda – jcvalda@grandespymes.com.ar

Cada año, el Premio Nobel de Economía pone sobre la mesa teorías que, aunque parecen reservadas a los grandes tanques del pensamiento académico, terminan marcando la vida real de los negocios, las políticas y hasta la forma en que entendemos el progreso. En 2025, el reconocimiento fue para Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt, tres economistas que han dedicado su vida a entender por qué las economías crecen cuando se animan a innovar, y por qué se estancan cuando el miedo, la rutina o la complacencia toman el control.

A simple vista, parece una conversación sobre macroeconomía o desarrollo global. Pero si se la mira desde la lupa de una PYME, el mensaje es directo y urgente: el crecimiento no viene de hacer más de lo mismo, sino de animarse a hacerlo distinto. Lo que estos tres economistas demostraron con modelos, nosotros lo vemos todos los días en la vida real de las pequeñas y medianas empresas.

La innovación como motor, no como adorno

Mokyr, Aghion y Howitt coinciden en algo esencial: el progreso sostenido no se explica por acumular más capital, más empleados o más máquinas, sino por usar mejor lo que tenemos a través de la innovación. No necesariamente la innovación que aparece en los titulares —la de Silicon Valley o las startups que levantan millones—, sino la que ocurre en el día a día, cuando una empresa se pregunta cómo puede mejorar su producto, reducir un desperdicio o atender mejor a sus clientes.

En las PYMES, ese tipo de innovación no siempre se ve como una prioridad. Muchas veces, se la considera un lujo o algo reservado para los grandes. Pero si algo enseña la historia económica, es que las empresas que innovan sobreviven, y las que no, desaparecen sin que nadie las ataque. No porque hagan las cosas mal, sino porque el mundo alrededor cambia más rápido que ellas.

Innovar no siempre significa inventar algo nuevo. Puede ser ajustar un proceso, repensar la manera de comunicar, revisar una política de precios o introducir tecnología que ya existe, pero nadie se había animado a probar. Lo importante es entender que la innovación no es una moda, sino una forma de pensar. Un empresario que no cuestiona lo que hace, que no revisa sus supuestos o que cree que “ya lo probó todo”, está mucho más cerca de la obsolescencia que de la estabilidad.

La destrucción creativa: el precio del progreso

Uno de los aportes más famosos de estos autores es la idea de la “destrucción creativa”, que originalmente viene de Schumpeter, pero que Aghion y Howitt desarrollaron en modelos modernos de crecimiento endógeno. La idea es simple, aunque incómoda: para que algo nuevo nazca, algo viejo debe morir. En el mundo de las PYMES, eso puede traducirse en abandonar productos que ya no generan valor, modificar una forma de trabajar que funcionó durante años, o incluso cambiar el rol del propio empresario dentro de la organización.

La destrucción creativa no es crueldad económica; es evolución. Una empresa familiar, por ejemplo, puede tener veinte años de éxito en un rubro y, sin embargo, necesitar reinventarse si el mercado cambia. Pero esa decisión muchas veces se posterga, no por falta de capacidad, sino por afecto, miedo o inercia. Se mantiene una línea de productos “porque siempre se vendió bien” o se sigue con un modelo comercial “porque así lo hacía papá”.

El problema es que los mercados no tienen memoria afectiva. Si una empresa no se destruye creativamente a sí misma, el entorno terminará haciéndolo por ella. Y cuando eso pasa, la reacción suele llegar tarde. Por eso, uno de los grandes aprendizajes que dejan los Nobel 2025 es que la innovación debe verse como un proceso continuo de renovación, no como una reacción desesperada ante una crisis.

Conocimiento útil y cultura del aprender

Joel Mokyr, uno de los premiados, ha insistido durante décadas en la importancia del “conocimiento útil”: aquel que combina teoría con aplicación práctica. En sus palabras, no basta con tener ideas; hace falta saber cómo convertirlas en resultados.

Si trasladamos eso al mundo PYME, encontramos un paralelismo perfecto. Muchas empresas acumulan experiencia, pero no conocimiento sistematizado. Saben hacer las cosas, pero no siempre saben por qué funcionan o cuándo dejan de hacerlo. Y ahí está el punto: la innovación no surge del azar, sino de entender profundamente lo que hacemos para poder mejorarlo.

Una PYME que aprende de manera continua, que documenta lo que hace, que capacita a su gente y que evalúa sus resultados, genera una ventaja invisible: el aprendizaje organizacional. Esa es la base de la innovación sostenible. Porque las buenas ideas no caen del cielo; se construyen sobre la observación, el análisis y la curiosidad.

Por eso, cuando se dice que “no hay tiempo para capacitar a la gente”, lo que realmente se está diciendo es que “no hay tiempo para prevenir los problemas que después me van a quitar el doble de tiempo”. El conocimiento es la herramienta que transforma la experiencia en progreso. Y en las PYMES, esa transformación suele marcar la diferencia entre sobrevivir y prosperar.

Competencia sana e incentivos reales

Otro punto clave en los trabajos de Aghion y Howitt es la relación entre competencia e innovación. Ellos demostraron que cuando la competencia es sana —ni nula ni destructiva—, las empresas se ven impulsadas a mejorar. Si no hay competencia, no hay necesidad de innovar; y si la competencia es brutal, el miedo paraliza.

En el mundo PYME, esto tiene una lectura particular. Muchas empresas operan en mercados donde todos se conocen, donde los márgenes son finos y la “guerra de precios” parece la única estrategia posible. Pero competir no significa bajar precios; significa ser distinto, ofrecer más valor, y hacerlo de manera sostenible.

El empresario que entiende esto deja de mirar obsesivamente lo que hace el vecino y empieza a mirar lo que necesita el cliente. Ahí está el verdadero campo de batalla de la innovación: no en copiar lo que otros hacen, sino en identificar una necesidad mejor y atenderla mejor.

Para eso, hace falta crear incentivos internos: premiar las buenas ideas, dar lugar a los intentos, permitir que el error no sea motivo de castigo sino de aprendizaje. Una cultura que solo celebra la perfección es una cultura que condena la innovación, porque nadie se atreve a probar algo distinto si el costo de fallar es demasiado alto.

Instituciones, contexto y confianza

Los Nobel también recordaron que la innovación no ocurre en el vacío. Necesita instituciones que la protejan y la fomenten: sistemas legales que respeten la propiedad intelectual, mecanismos de financiamiento, marcos regulatorios que no castiguen al que se anima a hacer algo nuevo.

En el mundo PYME, esto se traduce en construir entornos de confianza. Instituciones pueden ser también cámaras sectoriales, asociaciones empresarias, redes de colaboración o alianzas con universidades. Cuando las PYMES se conectan entre sí, el conocimiento circula, los costos de innovación se comparten y las oportunidades se multiplican.

Lamentablemente, muchas pequeñas empresas viven encerradas en su propia lógica, desconectadas de todo lo que podría potenciar su crecimiento. Creen que innovar es un asunto individual, cuando en realidad es un fenómeno colectivo. La innovación florece donde hay diálogo, donde se comparten aprendizajes y donde los actores del ecosistema se reconocen como aliados, no como enemigos.

El rol del empresario: del hacedor al estratega

Quizás el mayor desafío para aplicar las ideas del Nobel 2025 en las PYMES sea cambiar la mentalidad del empresario. Pasar de ser quien “hace” a ser quien “piensa el cambio”.

El empresario tradicional suele estar atrapado en la operación, convencido de que si no se ocupa personalmente de cada detalle, las cosas no salen bien. Pero en un contexto de innovación constante, ese modelo no alcanza. El empresario tiene que convertirse en diseñador del futuro de su empresa, en arquitecto del aprendizaje y en facilitador del cambio.

Eso implica aprender a delegar, a escuchar y a confiar. Implica también entender que la innovación no surge del control, sino de la libertad responsable. Los equipos que sienten que pueden proponer, decidir y equivocarse sin miedo, son los que terminan encontrando caminos nuevos.

El líder innovador no impone respuestas; hace mejores preguntas. No busca mantener el orden perfecto, sino promover el desorden creativo que obliga a repensar las certezas. Porque una empresa que no se cuestiona, tarde o temprano deja de aprender.

La innovación en pequeño: hacer más con menos

Las grandes teorías económicas hablan de inversión en investigación y desarrollo, de gasto público o de políticas de estímulo. Pero las PYMES pueden traducir eso a su escala. Innovar “en pequeño” significa, por ejemplo, reorganizar un proceso productivo para reducir desperdicio, implementar un software simple de control de gestión, probar un nuevo canal digital, o capacitar a un colaborador para asumir más responsabilidad.

Cada paso cuenta. La suma de pequeñas mejoras puede generar transformaciones profundas. La diferencia entre una empresa que innova y otra que no, no está en los millones disponibles, sino en la disposición a mirar distinto lo que todos ven igual.

Lo más interesante es que la innovación no siempre exige dinero, sino mentalidad. Se puede innovar en la forma de atender a los clientes, en cómo se toman decisiones, o en cómo se definen los objetivos. Se puede innovar incluso en la manera de trabajar en equipo. Lo importante es mantener viva la curiosidad, la incomodidad creativa y el deseo de mejorar.

El futuro no se hereda, se construye

Mokyr, Aghion y Howitt no hablaron específicamente de empresas familiares, pero sus ideas son oro puro para ellas. En las empresas de familia, el dilema entre tradición e innovación es permanente. Lo que los Nobel de 2025 muestran es que la verdadera continuidad no está en conservar todo igual, sino en tener la capacidad de adaptarse sin perder identidad.

Ser fiel a los valores fundacionales no significa congelar el modelo de negocio, sino trasladar ese espíritu emprendedor al nuevo contexto. Una familia empresaria que entiende esto no se aferra al pasado: lo honra evolucionando.

Innovar, entonces, no es traicionar la historia; es prolongarla. No es reemplazar al fundador, sino darle continuidad a su propósito en un mundo que ya no se parece al que lo vio nacer.

El mensaje que dejan los ganadores del Nobel de Economía 2025 puede resumirse así: las economías crecen cuando se atreven a cambiar. Lo mismo ocurre con las PYMES. No hay fórmula mágica, pero sí una constante: el crecimiento real nace de la innovación, y la innovación nace de una cultura que no teme destruir lo obsoleto para construir lo mejor.

La pregunta que debería hacerse cada empresario PYME no es si puede innovar, sino si puede permitirse no hacerlo. Porque en un entorno donde todo cambia —clientes, tecnologías, hábitos, costos—, quedarse quieto ya no es sinónimo de prudencia, sino de riesgo.

Innovar no es una opción estratégica más: es la única manera de seguir siendo relevantes. En eso, los Nobel de 2025 no están tan lejos del mundo PYME. Solo están poniendo con modelos matemáticos lo que muchos empresarios sabios ya intuían con el corazón: el que no evoluciona, se extingue. Y el que aprende a reinventarse, siempre tiene futuro.

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